Ser teatino no es un pasado; es un futuro. Un futuro que se alimenta y se construye sobre la riqueza de una historia bendecida largamente por el cielo. La Providencia, indefectiblemente acudía cada día a la mesa de los teatinos, y ellos, incansablemente, recrearon, cada mañana, la novedad de su carisma, tal el hombre prudente y avisado que saca de su arcón lo viejo haciéndolo nuevo: la perenne alegría del hombre espiritual; como dicen que decía San Cayetano.
En el quinto centenario del nacimiento del fundador, San Juan Pablo II recomendaba a los teatinos del mundo tener en el candelabro la “forma de vivir de los apóstoles”, y el Concilio Vaticano II recordaba que la adaptación a los tiempos nuevos parte de la fidelidad al primitivo carisma de la fundación del Instituto. Y ese carisma tenía y tiene una meta: forma cleri.
Afirma un gran historiador de la Orden:
“Los Teatinos estamos aquí para testimoniar la perennidad del espíritu carismático y la vida de un hombre que, nacido hace cinco siglos atrás, tiene hoy como ayer, valor de guía pedagógico para el logro de la plenitud de nuestra vida en Cristo” (F. Andreu).
Estamos aquí percibiendo en el aire de los signos de los tiempos una estremecida llamada, a la que, otra vez, podemos y queremos responder teatinamente.